Se dice que el paisaje es un estado de alma, que la disposición de espíritu en la que nos encontremos siempre habrá de influir en la percepción emotiva de aquello que los ojos estuviesen viendo, por lo que creo que es lícito concluir que, siendo ya la realidad, por sí sola, infinitamente varia, la captación de ella estará, a su vez, sujeta a ese también infinitamente vario que es el espíritu humano. Antes de apuntar la cámara, el fotógrafo había visto el paisaje, había seleccionado el motivo, había escogido el ángulo, había medido la luz y valorado la distancia, había determinado el encuadre. Después, abierto el obturador en un rápido lapso, la luz penetró en las entrañas de la cámara, impresionó la película, registró la imagen, esa parcela de mundo que el fotógrafo quiso llevar consigo. Pero la cámara fotográfica no tiene espíritu, no se alegra ni se compadece con lo que tenga delante de sí, y es ajena e indiferente a la persona que la esté usando. Tras captar una sensación, un instante de la realidad, su trabajo terminó. El estado de alma que impelió al observador a fotografiar un determinado aspecto de la realidad, ése, la cámara, porque no pasa de una mera y neutral máquina registradora, lo desconoce, lo ignora. El propio observador ya no se encuentra en el mismo sitio, viajó a nuevos paisajes, experimentó nuevos sentimientos, tal vez se haya olvidado un poco de la intensidad de la emoción que le hizo detenerse ante una carretera que parece no llevar a ningún lugar, de la blancura sobrenatural de un caballo rodeado de árboles destrozados, de un agua lisa que mueve su propia espuma, de un perfil negro de montañas bajo un cielo amenazadoramente bajo, de un charco en la llanura sombría. ¿De dónde va a surgir entonces de nuevo el estado de alma que había hecho, de un paisaje simplemente observado, ese otro paisaje que la fotografía finalmente deberá mostrar? El alfarero que acabó de colocar sobre el plato del torno la masa de barro no se limita a tener una idea en la cabeza, también tiene las manos que la volverán consistente, palpable, real. Podemos decir que cuando el fotógrafo acabó de revelar su película y observa los resultados al trasluz, comprende una vez más, tal como el alfarero ante el barro, que nuevamente está en el principio de su trabajo. Ahora las fotografías no podrán ser simplemente imágenes traídas de un viaje a la Patagonia, ellas deben mostrar, gracias a ese otro plato de torno que es el cuarto oscuro con su misteriosa luz roja, los estados de alma de Juan Rodríguez, no solamente aquellos que había experimentado allá lejos, a miles de kilómetros de distancia, sino también estos que van a nacer del trabajo sobre el barro de la imagen, las operaciones casi de alquimia que llevarán a la materia a sublimar en el papel su capacidad de expresión, su potencia emotiva. La fotografía se crea a sí misma en el proceso en el que, por ella, la propia realidad va siendo recreada. Estados de alma, recreaciones de la realidad, he ahí una suma del arte fotográfico. Admirables fotografías de la Patagonia, sí, sin duda, pero también mucho más. Aquí, el espíritu del observador deberá sentir a su propia manera lo que la mirada ve. No nos preguntemos por lo que sintió Juan Rodríguez hace tantos meses, preguntémonos qué estamos sintiendo nosotros ahora. Y escuchemos la respuesta.
JOSÉ SARAMAGO